Era de noche y lo único que se escuchaba en el pasillo de la clínica eran las ruedas del carrito que Ingrid empujaba de una habitación a otra. Todo estaba normalmente tranquilo y tétrico, hasta que entró a la habitación 904. Después de esa noche Ingrid nunca olvidaría ese número.
Ingrid era una enfermera proveniente de una familia alemana; era alta y fornida, con una imagen imponente, al menos en cuanto se refería a los vivos…
“La 904 y termino esta ronda”, fue lo que pensó Ingrid al estar frente a la puerta. La abrió suavemente, para no despertar a algún paciente, en caso de haberlo. A tientas entró al baño y prendió la luz para recoger la basura. Fue un segundo en el cual vio que algo estaba mal, que algo no correspondía. Siempre quedó con la sensación de que hubiera querido no ver lo que estaba ahí, algo que parecía un puente entre este y el otro mundo. Pero no fue así y tuvo que lidiar con ello.
Justo al estar entrando al baño alcanzó a ver a una figura humana que estaba sentada con las piernas cruzadas, cerca del suelo. La vista del ser estaba perdida en el infinito hacia arriba. Ingrid abrió los ojos y la boca, estando a punto de exclamar cualquier improperio o algún “Dios mío” o “ave María santísima”. Pero se quedó sin voz y terminó su tarea rápidamente.
Lo que fuera que estaba ahí usaba una capucha, por lo cual no se le veía el rostro, ni los ojos, y estaba completamente inmóvil, casi como flotando en la oscuridad. Ingrid no atinó a hacer nada a la salida, más que abrir los ojos y la boca nuevamente, casi como gritando hacia adentro…
Entonces el encapuchado esbozó una sonrisa, saliendo momentáneamente del trance en el que se encontraba. No fue una sonrisa malévola, sino más bien de diversión por lo ocurrido.
Ese extraño ser era yo, y estaba meditando en la oscuridad antes de dormir. ¡Fue muy divertido desde mi punto de vista!
Escritor de literatura infantil y de cuentos para niños grandes. Emprendedor, meditador e Ingeniero electrónico. Viajero cósmico y enamorado de la vida.