
El 11 de septiembre de 1973, un joven que recién se había unido al ejército para sacar adelante su vida, tuvo que salir a las calles con un fusil de guerra en las manos. Seis meses después se convirtió en padre, pero ya no tenía brillo en sus ojos para alumbrar a una criatura. Ya no tenía un jardín en su corazón para que su familia lo habitara. La esperanza lo había abandonado a su suerte, y sus botas duras eran lo único que lo sostenían.
Veinte años después, el militar solo poseía demonios circulando por sus venas, pesadillas interminables, y también un revólver. Fruto de un delirio de persecusión que no lo abandonaba ni le daba descanso, le apuntó a su hijo en la cabeza, una noche en que este llegó tarde a casa. «¡Papá, soy yo, soy yo!», decía el joven desesperado, temiendo que sus sesos terminaran desparramados por la habitación. El militar, con los ojos desorbitados, se echó pesadamente sobre la cama, y prefirió seguir lidiando con sus demonios en vez de quitar otra vida.
Para esa fecha, mi padre había perdido hacía mucho casi todo lo que lo hacía humano, incluso a su familia.
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